Se ha calzado la sudadera azul, la de los días en los que no se
gusta nada. Tras varias cervezas y algún que otro cigarro, vagabundea
entre calles oscuras, sin saber muy bien qué es lo que buscan sus
zapatos, ni si sabrá deshacer lo andado. Entre calles oscuras, con
la luna a sus espaldas y un par de farolas titilantes como únicas
compañeras, Candela se pregunta si mamá se habrá acordado de
hacerse la cena esta noche, si ya se habrá metido en la cama, o si
seguirá atascada delante del televisor, con algún programa sin fín
ni sentido aparente. De repente, un gato; y ambos se
miran y se remiran, midiendo sus fuerzas como dos grandes
adversarios. Se abre una puerta y asoman los ruidos, y su compañero
felino desaparece de un brinco entre los coches aparcados. Suenan suspiros.
Sin saber cómo, los zapatos de Candela se encaminan hacia el
bullicio, y ella se deja arrastrar. Teniendo los pies en el suelo y
la cabeza permanentemente en las nubes, no ha sido difícil para su
talla 37 ponerse las botas y hacerse con la dirección de la ruta.
Ella apenas llega ya a los cincuenta kilos, es un peso ligero, una
piel sin dueño, un saco de huesos cargado de noches sin sueños. La
puerta se cierra tras ella, golpeando al pie rezagado, al que vigila
para que sus pájaros no se le pierdan por el camino, que no se le
escapen con otros.
El local no es tan luminoso como pudo parecerle al principio, y
tiene menos vida de lo que hacía suponer desde fuera. Las
palabras,no obstante, vuelan libres entre gargantas sedientas,
canciones a medio sintonizar y el ruido de cristales que chocan. En
la barra, al lado de una pareja de borrachos, había una leona
vestida de rojo incandescente. Una de esas chicas que te cortan la
respiración, y por las que te bajas sin dudarlo los pantalones. Una
de esas que, si no te los bajas, te los baja antes de que puedas
negarle una copa. Cruza las piernas y lanza una mirada lasciva al
chico sentado al fondo del local, que apenas puede creerse su suerte.
Nadie más parece haberse dado cuenta, pero los nervios que le
produce son los responsables de que se le caiga la cerveza encima,
mientras sus amigos atienden a la partida que se traen entre manos, y
el dueño de bar le atiza un buen golpe a su vieja radio destartalada.
Alguien se rasca a su lado, haciendo que Candela gire la cabeza.
Se trata de un señor mayor. Rondará la cincuentena. Tiene la mirada
perdida entre hojas, la corbata desatada, la camisa sucia, y el
cenicero hasta arriba de humos. Se percibe un cierto aire lunático
en su remover de pelo y de cuello constantes, pero Candela acaba
sentada en su mesa sin apenas meditarlo. Con soltura y naturalidad,
apoya los codos sobre la madera y aprovecha una de las colillas
inacabadas que encuentra por allí esparcidas. Mira por la ventana,
entretenida de nuevo.
“Hace calor esta noche”, se dice a sí
misma.
Él no levanta la mirada. Ella no baja de su nube.
Precioso, buen ritmo y pulso narrativo, me gusta :)
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