domingo, 22 de enero de 2012

Hasta las ciudades que nunca duermen tienen un boulevard para los sueños rotos.


Se ha calzado la sudadera azul, la de los días en los que no se gusta nada. Tras varias cervezas y algún que otro cigarro, vagabundea entre calles oscuras, sin saber muy bien qué es lo que buscan sus zapatos, ni si sabrá deshacer lo andado. Entre calles oscuras, con la luna a sus espaldas y un par de farolas titilantes como únicas compañeras, Candela se pregunta si mamá se habrá acordado de hacerse la cena esta noche, si ya se habrá metido en la cama, o si seguirá atascada delante del televisor, con algún programa sin fín ni sentido aparente. De repente, un gato; y ambos se miran y se remiran, midiendo sus fuerzas como dos grandes adversarios. Se abre una puerta y asoman los ruidos, y su compañero felino desaparece de un brinco entre los coches aparcados. Suenan suspiros.
Sin saber cómo, los zapatos de Candela se encaminan hacia el bullicio, y ella se deja arrastrar. Teniendo los pies en el suelo y la cabeza permanentemente en las nubes, no ha sido difícil para su talla 37 ponerse las botas y hacerse con la dirección de la ruta. Ella apenas llega ya a los cincuenta kilos, es un peso ligero, una piel sin dueño, un saco de huesos cargado de noches sin sueños. La puerta se cierra tras ella, golpeando al pie rezagado, al que vigila para que sus pájaros no se le pierdan por el camino, que no se le escapen con otros.
El local no es tan luminoso como pudo parecerle al principio, y tiene menos vida de lo que hacía suponer desde fuera. Las palabras,no obstante, vuelan libres entre gargantas sedientas, canciones a medio sintonizar y el ruido de cristales que chocan. En la barra, al lado de una pareja de borrachos, había una leona vestida de rojo incandescente. Una de esas chicas que te cortan la respiración, y por las que te bajas sin dudarlo los pantalones. Una de esas que, si no te los bajas, te los baja antes de que puedas negarle una copa. Cruza las piernas y lanza una mirada lasciva al chico sentado al fondo del local, que apenas puede creerse su suerte. Nadie más parece haberse dado cuenta, pero los nervios que le produce son los responsables de que se le caiga la cerveza encima, mientras sus amigos atienden a la partida que se traen entre manos, y el dueño de bar le atiza un buen golpe a  su vieja radio destartalada.
Alguien se rasca a su lado, haciendo que Candela gire la cabeza. Se trata de un señor mayor. Rondará la cincuentena. Tiene la mirada perdida entre hojas, la corbata desatada, la camisa sucia, y el cenicero hasta arriba de humos. Se percibe un cierto aire lunático en su remover de pelo y de cuello constantes, pero Candela acaba sentada en su mesa sin apenas meditarlo. Con soltura y naturalidad, apoya los codos sobre la madera y aprovecha una de las colillas inacabadas que encuentra por allí esparcidas. Mira por la ventana, entretenida de nuevo.  
“Hace calor esta noche”, se dice a sí misma.
 
Él no levanta la mirada.  Ella no baja de su nube.

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