domingo, 18 de diciembre de 2011

Un lugar en el mundo.

Había una vez una primavera que no tenía amores. Una sonrisa sin dueño. Aquellas palabras sin aire. Einstein se perdió entre partículas, y en Junio llegó una lluvia de ruidos a la Plaza de Mayo. ¡Siempre tan fuera de horarios!
Se hablaba por hablar en el café de la calle Solera, donde las cucharillas golpeaban contra las tazas de té  a ritmo de confidencia, mientras los niños jugaban al desastre de Le Mans.  Héroes de sangre, en una época en la que las vidas se cobraban bajo las palabras de "Cristo vence", y el olor a habano encendido seguía asomando por las ventanas de los edificios más altos. Hombres redundantes con grandes hombreras y mocasines de elevado precio. No eran los preferidos de los niños, pero sí lo que algunos de ellos acabarían siendo. Aunque eso, gracias a Dios, todavía no lo sabían. Entre tanto, por fortuna, se entretenían jugando por allí, calle arriba, calle abajo; salpicándose con el agua de la plaza, pintando con  los restos de la fogata de la noche pasada, ladrándole a los perros del barrio y remangándose los pantalones mientras que aún les quedara tiempo con el que arañarse las rodillas. Aprovechaban la distracción de una madre para mancharse de tierra la camisa blanca; para arrugar el dobladillo del vestido de los domingos; para deshacerse un poco la raya... Qué difícil ha sido siempre ser niño en el mundo de los mayores, en el que cuando no tienes que pedir perdón, es porque tienes que pedir permiso.
Y si bien aquel otoño iba a llegar igual de frío que el anterior; y aún a pesar de que todos sabían que  la vida iba a seguir regalando tantas enfermedades como sonrisas, aquel año de 1955 por fín un mayor con alma de niño decidió regalarle a aquel mundo caótico su propio cuarto de juegos, un rinconcito dónde los más pequeños ponían las normas. Y aunque los niños nunca dejaron de enredarse con aquel tabaco caro, y las bombas siguieron llegando, con sus guerras, con sus muertos, con sus pérdidas; y aún a pesar de que  la escuela siguió enseñando a base de golpes de regla,  de vestirse según lo acordado; y sabiendo como se sabían ya aquel follón sobre el sentarse recto y comer con la boca cerrada... Disneylandia ya estaba ahí, para dejarles llevar aunque fuera un poquito de magia escondida en el dobladillo de la chaqueta, ese sitio en el que mamá no miraba nunca (o eso les hacía creer).

"Nunca pude convencer a los financistas de que Disneyland era viable, porque los sueños tienen poca garantía."
                                                                                  - Walt Disney.


Lo que quiero decir, en realidad... es que yo no quiero no hacerme mayor, ni ser para siempre lo que viene llamándose "joven". A mi eso me da igual.  Yo quiero poder ser pequeña, infantil, inmadura, soñadora, irresponsable, irreal, fantasiosa, engañable y torpe; quiero que no sea raro que me gusten los cuentos, o las películas de dibujos, o que me sobrepasen las "cosas de adultos" tenga los años que tenga. Quiero que mis niños (mis hijos, mis sobrinos, mis nietos, mis alumnos, mis amadrinados ¡mis quienes sean!) puedan ser todo lo absurdamente felices que pueden ser los niños, solo porque ¡caramba, son niños! ¿Cuántas veces nos pasa eso  en la vida? Vamos a dejar de empujar, que ya tienen el resto del tiempo para ser todo lo adultos que puedan, de la forma en que quieran, como más les guste a ellos. Seamos todos un poco niños, por favor, y vayámonos a Disneylandia aunque sea sólo una vez al año. No importa si ya tenemos licencia para conducir, o si lo hacemos en un viaje del Imserso. Hagámoslo como terapia.  Yo creo sinceramente que el mundo funcionaría mucho mejor si todos hiciéramos eso, si nos dejáramos enredar de cuando en cuando por los sueños que todos tuvimos una vez, en aquella época en la que nos costaba no mearnos en la cama. A  fin de cuentas... "todo esto, empezó con un ratón". ¿ Ydónde está el problema con eso? ¿Eh?

1 comentario:

  1. acabamos de votar tu blog, puedes darnos un voto? http://lablogoteca.20minutos.es/coruna-online-25446/0/

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