sábado, 8 de octubre de 2011

(Mal)querernos.

La primera vez que escribí sobre nosotros, no había llegado oficialmente un nosotros. Aún nos faltaba ponernos número y yo estaba contenta ante la indefinición que, a mi entender, tan bien nos definía.
La segunda vez que nos narré, no puedo recordar lo que puse, pero sí sé que eran textos con sabor a mermelada y sonrisas hechas del día a día.  Y sí, la segunda vez que decidí narrarnos, no me bastó con un párrafo, ni con dos, ni con tres. ¡Tú lo llenabas todo!
Tampoco recuerdo nada sobre la tercera vez, la cuarta, o la quinta. Ni sobre cualquiera de las siguientes. Sí que sé, sin embargo, que en todas ellas conservaba ese tono dulzón y alegre que, desde el minuto cero, conseguiste meter en mi vida sin reparos.
Sin embargo a día de hoy, y metida en la cama, tengo que reconocerte y reconocerme algo que ya sabemos, pero que (como tantas otras cosas) no sé decirte en voz alta. Estamos estropifiándonos, y sé que sabes que soy consciente de ello. Nunca fuimos de esos que se chillaban a gritos todo lo que sentían, pero nos entendíamos. Nunca fuimos, tampoco, de los que se reconocían las cosas. Fuimos, más bien, de los que se hacían los duros y se dejaban espacio, aunque en ocasiones desearan no tener que separarse nunca. Puede que nos hayamos saltado pasos, y que todo se reduzca a eso. Que sea por tanta prisa que ya no sepamos ni dónde estamos, ni cómo hemos llegado a este punto en el que ya no huele a verano. Puede que haya sido eso, o quizá sea cosa de tus ojitos de pena y tu carita triste mal disimulada, y de como te la pinto yo cada día, a base de una actitud que no acabas de merecerte del todo. Es posible también que esté relacionado con la sensación en el estómago que me produces cuando tiras a dar, y lo idiota que me haces sentir de cuándo en cuándo a base de cortarme con cuatro borderías mal dichas. Y así vamos, poco a poco, perdiendo el rumbo con cada paso mal dado. Gruñimos, peleamos, nos gritamos, discutimos, resoplamos. Nos callamos. Yo te giro la cara y tú me matas poniendo esos ojos, con la mirada de  un animal herido, uno que está herido de verdad. Desesperación. Dolor. Miedo. Y es entonces cuando me doy cuenta de que nadie en mi vida, nunca,me había mirado así,  que es en tus ojos en los últimos en los que quiero ver tanto, y me dueles. Me dueles de una manera en la que no sé como abrazarte para hacer que dejes de mirarme, para borrar de tu  alma ese peso y conseguir que dejemos de rompernos. Y quiero decirte que lo siento, que lo siento en el alma, pero no me sale, porque sé que hay algo que se nos está escapando y no sé como mover mis manos para atraparlo sin lastimarnos, y además pedir disculpas cuando me golpean no es algo que me hayan enseñado en el cole, por mucho que el otro esté tirado en el suelo sangrando por la rodilla. Y llego a casa con ganas de mandarlo todo a la mierda, de dedicarme a la vida loca, de olvidarme de esta tontería a la que llaman "quererse" (porque, claramente, se me da fatal) y no tener que sentirme responsable de los ojos de nadie nunca más en mi vida. Pero luego, cuando me meto en la cama, no soy capaz de dormirme si no es abrazada a tu almohada, porque me devoran las ganas de estar echada a tu lado, y es recordando la forma en que me miras después de un beso que cierro mis ojos tranquila.

(Y aqui está mi solución supercalifragilística: Voy a untarnos de helado de fresa, y a rellenarnos de confeti, y estoy segura de que pronto todos nuestros textos tendrán sabor a zumo de naranja natural, fresquito y recién sacado de la nevera. ¡Y nos voy a beber a sorbos de gigante, y no voy a compartirnos con nadie! )

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