miércoles, 21 de septiembre de 2011

A veces hay que llegar al final para comprender del todo el principio.

"Te acompaño en el sentimiento" 
"Lo siento mucho"
"Es increíble que sucedan estas cosas"

Candela llevaba todo el día oyendo las mismas palabras, estrechando manos, siendo abrazada por gente. Las primeras veces, había resultado reconfortante, y sonreír no se le había hecho tan cuesta arriba. Las primeras veces, cuando quienes la abrazaban eran su tía, sus primos, e incluso los amigos más cercanos. Pero, cuando los primeros desconocidos empezaron a llegar y todo eran hombres trajeados y mujeres con largos vestidos, el día comenzó a perder sentido a pasos agigantados, y la chiquilla se sintió envuelta en una espiral de idas y venidas, de palabras que se dicen por simple educación, de conversaciones absurdas y preguntas superficiales que no venían al caso. Al final, ya no veía caras. Todo eran sombras sin nombre para ella, gente que estaba allí, pero a la que no alcanzaba a ver del todo. Atendía a cada persona con el automático y, si bien era consciente de que no resultaba coherente del todo, tampoco se sentía culpable por lo escueto de sus respuestas. A fin de cuentas, en sus diecinueve años de vida, la mitad de aquellas personas no le habían dirigido ni un "hola" y, aunque sabía que debía agradecerles el estar allí, no podía dejar de indignarse con aquellas caras que la miraban como quien mira  al juguete estropeado de la tienda. No podía creerse que, de verdad, esperaran algo más de ella. No hoy, no ahora.  "Estás aquí, Cande. ¡Reacciona!". Tenía ganas de gritar. Ganas de rebelarse contra lo absurdo de la situación, de echar a empujones a todas aquellas personas que evidentemente no se sentían como ella, Pero, por mucha rabia que sintiera, la realidad era que sus pies no se movían, y en su cara apenas sí aparecía algún  signo de expresión. Respiró hondo y se quedó quieta en una esquina, con los brazos cruzados y mirando al suelo. "Sé un mueble, sé un mueble" se decía, a falta de otra manera de afrontar la situación. Y fue capaz de aguantar en esa posición durante lo que le pareció una eternidad . O al menos de eso quiso convencerse. 
Pero cuando su madre entró en la habitación; cuando levantó la cabeza; cuando vió los cuadros en las paredes, las flores, las caras; cuando sintió los olores, y el ambiente, y las palabras que corrían como la pólvora; cuando bajó la mirada y, en lo que dura un segundo, se dejó caer entera, todo cambió para Candela. Cuando aquello ocurrió, y la mujer se derrumbó  frente a todo ese público expectante, no pudo aguantarlo más. Se ahogaba. Podía sentir como le faltaba el aire y se le hinchaban las venas del cuello. Su piel ardiendo y sus ojos abiertos de par en par, la sangre latiendo con fuerza en su cabeza. Si no hacía algo pronto, se rompería en esa misma esquina, a la vista de todos.  Más espectáculo, pan y circo para el pueblo, pensaba. Salió corriendo de la sala, con las manos en la boca, tratando de ahogar el sonido roto que luchaba por escapar de entre sus dientes. Alcanzó la calle, pero no se detuvo. Siguió corriendo, sin parar, hasta darse de frente contra la barandilla. Sólo el golpe frío del metal y el dolor que le provocó en las rodilla consiguieron que recuperara la calma. Dió un par de bocanadas profundas, asida con fuerza a la seguridad que aquella barrera le aportaba. Podía sentir las lágrimas caer con desenfreno por su cara pero...¿qué podía hacer ya? Ese era su dolor. Su dolor y el de toda la sala. El de su primo, que hablaba pausadamente con un par de señores cincuentones, queriendo parecer tranquilo, pero con los ojos tan hinchados que era imposible negar que había estado llorando. El de su abuela, que olía a flores fuertes y laca, y venía acompañada de pulseras y pendientes de oro,  pero a la que se le entreveían los pañuelos usados asomando por la solapa del bolso. El de sus tías, que era un dolor más llorón, más evidente. Y el de sus tíos, más serio y silencioso, uno parco en palabras, que se temía que si relajaban demasiado la mandíbula se les podía escapar la pena. También estaba allí el de su padre, incapaz de levantarse del sofá de casa desde hacía un par de días.  Y el de su madre, que ya no era madre, ni hija, ni esposa, ni siquiera era ya un ser humano con conciencia de si mismo. Ahora sólo era un saco de huesos desvencijado, consumido por un sentimiento demasiado grande para lo frágil de aquel cuerpo, llorando su culpa por la pérdida de un niño al que, de no ser por cómo había ocurrido todo, aún le quedarían mil y una aventuras por delante.
Candela siguió llorando allí, contra el acero, con el frío azotando sus mejillas coloradas, y el cansancio acuchillando con fuerza su cabeza. Lloró hasta que le ardieron los ojos y la garganta, hasta que se hizo de noche y la encontraron, hecha un ovillo, en el suelo. "Debería haber estado aquí" repetía, en susurros. Aquel era su dolor, y era un dolor que ni cientos de los mejores abrazos, ni décadas de grandes momentos, ni millones de supeficiales "lo siento" conseguirían calmar nunca.

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