domingo, 12 de junio de 2011

Introducción, explicación, o el comienzo. Llámalo X.

Boceto de mi cocodrilo. Creo.
Todavía me acuerdo del día en que apareció por primera vez. Fue en la sección de congelados. 
Yo llevaba puesto un vestido de flores, uno blanco, con mucho vuelo, el favorito de mi padre. Creo que le gustaba por el estampado, lleno de cerezas y corazones, que le hacía pensar que la primavera nunca se marchaba del todo. Era domingo, uno de los pocos que pasamos juntos, como una familia, y mamá me había hecho un par de trenzas altas, bien altas, porque era como a mi me gustaban. Tan altas que pareciera que con ellas iba a poder rozar las nubes, las estrellas, y llevarme conmigo el cielo entero de haber querido.
Papá nos llevó a misa, a Claudia y a mí, y a la vuelta me dio un par de monedas para que fuera a comprar alguna gominola en el súper de la esquina. Me acuerdo de que, cuando las dejó en mi mano, me sonrió con una sonrisa grande, inmensa, llena de vida, y que me susurró en bajito "pero no le digas nada a tu madre, que ya sabes como se pone luego si no comes", como si se tratara de un secreto de estado, aunque al final mamá siempre acababa descubriendo el truco de una manera o de otra.
 Recorrí a toda prisa la zona de alimentos preparados, entre saltitos, porque no quería hacerles esperar, y de repente, mientras buscaba con la mirada los deliciosos helados de vainilla, me tropecé con aquel par de zapatos amarillos, totalmente embarrados, completamente fluorescentes. Creo que mi cara fue bastante desagradable, porque al levantar la vista me encontré con una cara pecosa que me miraba huraña. Con el entrecejo fruncido, aquel par de ojos azules se posaban en mi vestido, en mi pelo y en mi cara, evaluándolos escrupulosamente, para terminar levantando con un resoplido la mata de pelo rojizo que le cubría toda la frente y exclamando de golpe: ¿Y tú que miras, zampabollos?
Fue en ese momento cuando lo sentí. No sé si fue por aquel amarillo estridente, por su mata pelirroja o por el barro que lo cubría todo. No sé si fueron las formas, la manera de mirar o el hecho de que sostuviera en su mano derecha un bote de helado de vainilla. Pero, en el momento en el que me crucé con Lucas por primera vez, a mis siete años, en aquel pasillo tan frío, me nació un cocodrilo en la tripa. Uno que, desde entonces y hasta ahora, siempre que pasa por la sección de ultramarinos se pone a gruñir como un loco, y al que ni el tiempo ni los años le han enseñado a tener paciencia.

M.


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